7 de diciembre de 2012

La señora de Francis Duchamp.



El teléfono sonó cuatro veces con insistenciaCuando era ella quien llamaba, lo sabía al instante, antes de descolgar. Pasaba algo con aquel terrible aparato. Tal vez emitía una nota característica. Tal vez había algo en el tono, o en el intervalo entre timbre y timbre. Era un presentimiento.
Descolgó.

-¿Massie?
-¡Howard!- exclamó su mujer al otro lado de la línea -¿Cómo sabías que era yo?
-Te tengo dicho que no me llames en horas de oficina, cariño.
-Lo sé, lo siento. Pero es urgente. Es sobre Rick.
-¿Qué ha pasado?
-Me han llamado hace un rato del colegio. Dicen que se ha peleado. No me han dado detalles de lo que pasó, pero por lo visto atacó a un niño llamado Don Brody.
-Don Brody es un abusón.
-Oh, Howard. A ti él siempre te cuenta esas cosas... a mí no. Por eso creo que deberías encargarte tú de esto. Yo...
-De acuerdo, cariño. Me encargaré. ¿Pero podemos hablar luego? Estoy trabajando.
-Claro. Te llamaré más tarde.
-No, no me llames. Hablaremos cuando vuelva a casa.
-Pero...
Colgó

Entonces se abrió la puerta del despacho. Y por ella entró la joven. Una figura que se presentó bajando levemente la rubia cabeza, tocada por un pequeño sombrero de cloché.
-Buenos días. -saludó él, mientras la invitaba a sentarse, con un gesto, en una silla frente a su escritorio.
-Buenos días. –respondió la joven. –Vengo para firmar los papeles concernientes al seguro de vida de mi marido. Me han comunicado que hasta que no resuelva eso, no podré cobrar mi pensión por viudedad.
-¿Viudedad? ¿usted?
-Si... –dijo ella mientras estiraba nerviosamente de los bordes de su falda negra. No podía tener más de veinticinco años.
-Bien, claro. Disculpe. ¿Me dice su nombre?
-Clarisse Duchamp. Mi marido era el señor Duchamp.
-Entiendo.

Él se levantó y se dirigió al archivador para buscar la ficha. Francis Duchamp. La encontró, la cogió y volvió a su sitio. Una vez sentado, examinó los papeles mientras reinaba el silencio.
-Si, aquí está. Tan solo tiene que firmar estos formularios... al pie. Todo está arreglado. Lamento su pérdida. -Por una evidente razón de profesionalidad, su involucración para con el cliente no podía ir más allá de un formal pésame.
Le alcanzó una pluma y la observó mientras firmaba. Percibió su aroma, se le oprimió el pecho.
El teléfono volvió a sonar. De nuevo, ella.
Excusándose ante la joven, descolgó para acallar el escandaloso timbre.
-Massie...
-Por Dios, Howard, deja de hacer eso. ¿Cómo lo haces? Me asusta.
-Te he dicho que no me llames. Estoy reunido ahora.
-Pero es que antes no me dejaste acabar. Lo que quería decirte es que esta tarde tendrás que ir al colegio, antes de pasar por casa. Quieren hablar contigo allí.
-¿Y eso por qué?
-Howard. Es tu hijo, y ya te he dicho que deberías encargarte tú... al fin y al cabo son cosas de hombres. Por Dios, ha atacado a otro niño.
-Deja de usar esa expresión.
-¿Qué expresión?
-La de atacar. No estás hablando de un animal salvaje. Es Rick.
-Es una conducta intolerable.
-Está bien. Iré. Pero estás dándole demasiada importancia.
Volvió a colgar.

La joven había terminado de firmar los formularios. Observó su triste rostro. Se fijó en sus ojos, en el mechón de pelo que se descolgaba sobre su frente, y en su fino labio superior.

“Menudo cabrón el tal Francis Duchamp.” Pensó entonces “Casado con semejante mujer, y va el tipo y se muere. Mira, es... ¿qué es lo que es? Es hermosa. Tal vez, pero hay algo más. Es su tristeza que la hace más... natural, más sensible, y más deseable. Y no solo hay tristeza. Esos labios están hechos para sonreir y besar, y la luz en sus ojos cuentan que es grande y fuerte. Y parece que puedes hacerla volar, pero es imposible, porque tiene sus propias alas. Y va el tal Duchamp y se muere. Pero tal vez así debería ser siempre en realidad, si la vida fuese justa. Pero no lo es, y uno tiene que hacer frente a un día tras otro, cuando una mujer así sólo te atrapa una vez en la vida. Una noche, en la que olvidas el amor a la vida y el miedo a la muerte, porque solo puedes amarla a ella y lo único que temes es separarte de ella. Y su aroma se agarra a tu cerebro como una niebla y te pasas la vida entera llorando por dentro, porque sabes que no volverás a tener algo así, que solo hay una y no está contigo. Por eso el tal Duchamp ha sido un cabrón muy listo... porque todos deberíamos morir tras una primera y única noche de amor. Morir antes de que llegasen los días en la oficina, antes de que se fuese oscureciendo el universo de suaves palabras y de besos, y acabasen sustituidos por el horrible timbre del teléfono, y por la aburrida premonición de que ella te llamaba para contarte que tu hijo se había peleado con un chaval llamado Don Brody, un abusón. Si, morir antes no sería algo terrible. Lo aceptaríamos, y estaría bien.”

-Clarisse es un nombre muy bonito. –dijo de pronto, sin saber cómo.
Ella guardó un silencio embarazoso. Él esperó algo. Pero no habría nada más.

-Perdone, señora Duchamp. Eso será todo.
-Está bien. Gracias. –la joven se levantó y salió del despacho.

Y cuando la jornada terminó para él y volvió a casa, todo era normal. Todo era como siempre.
Salvo que la joven señora de Francis Duchamp flotaba por todas partes. Y se acordó de ella no solo aquella noche. Sino también la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente...
Entonces supo que nunca antes se había enamorado. Y no había nada que hacer.


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