El teléfono sonó cuatro veces con insistencia. Cuando era ella quien llamaba, lo sabía al instante, antes
de descolgar. Pasaba algo con aquel terrible aparato. Tal vez emitía una nota
característica. Tal vez había algo en el tono, o en el intervalo entre timbre y
timbre. Era un presentimiento.
Descolgó.
-¿Massie?
-¡Howard!-
exclamó su mujer al otro lado de la línea -¿Cómo sabías que era yo?
-Te tengo dicho que no me
llames en horas de oficina, cariño.
-Lo sé, lo
siento. Pero es urgente. Es sobre Rick.
-¿Qué ha
pasado?
-Me han llamado hace un rato
del colegio. Dicen que se ha peleado. No me han dado detalles de lo que pasó,
pero por lo visto atacó a un niño llamado Don Brody.
-Don Brody es
un abusón.
-Oh, Howard. A
ti él siempre te cuenta esas cosas... a mí no. Por eso creo que deberías
encargarte tú de esto. Yo...
-De acuerdo,
cariño. Me encargaré. ¿Pero podemos hablar luego? Estoy trabajando.
-Claro. Te
llamaré más tarde.
-No, no me
llames. Hablaremos cuando vuelva a casa.
-Pero...
Colgó
Entonces se
abrió la puerta del despacho. Y por ella entró la joven. Una figura que se
presentó bajando levemente la rubia cabeza, tocada por un pequeño sombrero de
cloché.
-Buenos días.
-saludó él, mientras la invitaba a sentarse, con un gesto, en una silla frente
a su escritorio.
-Buenos días.
–respondió la joven. –Vengo para firmar los papeles concernientes al seguro de
vida de mi marido. Me han comunicado que hasta que no resuelva eso, no podré
cobrar mi pensión por viudedad.
-¿Viudedad?
¿usted?
-Si... –dijo
ella mientras estiraba nerviosamente de los bordes de su falda negra. No podía
tener más de veinticinco años.
-Bien, claro.
Disculpe. ¿Me dice su nombre?
-Clarisse
Duchamp. Mi marido era el señor Duchamp.
-Entiendo.
Él se levantó
y se dirigió al archivador para buscar la ficha. Francis Duchamp. La
encontró, la cogió y volvió a su sitio. Una vez sentado, examinó los papeles
mientras reinaba el silencio.
-Si, aquí
está. Tan solo tiene que firmar estos formularios... al pie. Todo está
arreglado. Lamento su pérdida. -Por una evidente razón de profesionalidad, su
involucración para con el cliente no podía ir más allá de un formal pésame.
Le alcanzó una pluma y la observó
mientras firmaba. Percibió su aroma, se le oprimió el pecho.
El teléfono volvió a sonar. De
nuevo, ella.
Excusándose ante la joven,
descolgó para acallar el escandaloso timbre.
-Massie...
-Por Dios,
Howard, deja de hacer eso. ¿Cómo lo haces? Me asusta.
-Te he dicho
que no me llames. Estoy reunido ahora.
-Pero es que
antes no me dejaste acabar. Lo que quería decirte es que esta tarde tendrás que
ir al colegio, antes de pasar por casa. Quieren hablar contigo allí.
-¿Y eso por
qué?
-Howard. Es tu
hijo, y ya te he dicho que deberías encargarte tú... al fin y al cabo son
cosas de hombres. Por Dios, ha atacado a otro niño.
-Deja de usar
esa expresión.
-¿Qué expresión?
-La de atacar. No estás
hablando de un animal salvaje. Es Rick.
-Es una conducta intolerable.
-Está bien.
Iré. Pero estás dándole demasiada importancia.
Volvió a colgar.
La joven había
terminado de firmar los formularios. Observó su triste rostro. Se fijó en sus
ojos, en el mechón de pelo que se descolgaba sobre su frente, y en su fino
labio superior.
“Menudo cabrón el tal Francis
Duchamp.” Pensó entonces “Casado con semejante mujer, y va el tipo y se muere.
Mira, es... ¿qué es lo que es? Es hermosa. Tal vez, pero hay algo más. Es su
tristeza que la hace más... natural, más sensible, y más deseable. Y no solo
hay tristeza. Esos labios están hechos para sonreir y besar, y la luz en sus
ojos cuentan que es grande y fuerte. Y parece que puedes hacerla volar, pero es
imposible, porque tiene sus propias alas. Y va el tal Duchamp y se muere. Pero
tal vez así debería ser siempre en realidad, si la vida fuese justa. Pero no lo
es, y uno tiene que hacer frente a un día tras otro, cuando una mujer así sólo
te atrapa una vez en la vida. Una noche, en la que olvidas el amor a la vida y
el miedo a la muerte, porque solo puedes amarla a ella y lo único que temes es
separarte de ella. Y su aroma se agarra a tu cerebro como una niebla y te pasas
la vida entera llorando por dentro, porque sabes que no volverás a tener algo
así, que solo hay una y no está contigo. Por eso el tal Duchamp ha sido un
cabrón muy listo... porque todos deberíamos morir tras una primera y única
noche de amor. Morir antes de que llegasen los días en la oficina, antes de que
se fuese oscureciendo el universo de suaves palabras y de besos, y acabasen
sustituidos por el horrible timbre del teléfono, y por la aburrida premonición
de que ella te llamaba para contarte que tu hijo se había peleado con un
chaval llamado Don Brody, un abusón. Si, morir antes no sería algo terrible. Lo
aceptaríamos, y estaría bien.”
-Clarisse es
un nombre muy bonito. –dijo de pronto, sin saber cómo.
Ella guardó un silencio
embarazoso. Él esperó algo. Pero no habría nada más.
-Perdone,
señora Duchamp. Eso será todo.
-Está bien.
Gracias. –la joven se levantó y salió del despacho.
Y cuando la jornada terminó para él y volvió a casa, todo
era normal. Todo era como siempre.
Salvo que la joven señora de
Francis Duchamp flotaba por todas partes. Y se acordó de ella no solo aquella
noche. Sino también la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente...
Entonces supo que nunca antes
se había enamorado. Y no había nada que hacer.
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