13 de febrero de 2012

Me entrego a las flores.



Del mismo modo que los mutilados aún siguen encontrando consuelo en el vivir, porque de una extremidad no depende el cuerpo entero, la humanidad entera sobrelleva las muertes y los pesares individuales. Las desgracias ajenas no afectan al correcto engranaje del Todo. A nadie le interesa demasiado de qué suerte penda el cadáver del suicida en una habitación anónima. Sí que existe el sentimiento de horror, el rechazo a la imagen natural de la carne vacía de vida, y los olores, los fluidos que abandonan el cuerpo y a los que no acompaña ningún alma iniciando su trascendencia a algún rincón perdido de un más allá remoto e imaginario. Se le otorgará al suicida, un valor superfluo, un impacto súbito y muy efímero, y que al final terminaría volviéndose otra vez nada. Era solo un pobre diablo, y lloró muchas noches antes de aquel desenlace.
Y dejó una nota en la que declaraba la intención expresa de que su cadáver fuera enterrado en algún lugar aún merecedor de ser considerado hermoso, porque aunque durante mucho tiempo a lo largo de su vida se había decantado por la idea póstuma de la incineración, comprendió que un último acto de utilidad (si no el primero y único incluso) debería alimentar el suelo que le había dado de comer, y hacer crecer las flores y los árboles que aún podían inspirar una inmovilidad pacifica en los corazones humanos. Por eso al final la firmaba añadiendo una cita de Munch, que decía: “De mi cuerpo descompuesto crecerán las flores, y yo estaré en ellas. Eso es eternidad”. Nadie de entre quienes toparon con él y con la nota comprendieron la referencia. Más tarde, en los sótanos de un hospital, fue el forense quien atrapó el tributo de aquel hombre en cuanto lo leyó, sin necesidad de recurrir a otra fuente que a su memoria. Compartió entonces algo con el muerto, más allá de la camilla de operaciones y de la cicatriz del cordón en torno al cuello, pero no se aventuró a nada. Hasta que soñó más tarde, aquella noche y ya en el artificial confort de su casa, con la vida alzándose en la morgue, con flores que se abrían paso por entre las juntas del alicatado de la sala de autopsias, con hiedras y cantos de pájaros inundando las paredes y el aire de los corredores catatónicos. ¡No, cómo iba a cumplir aquel propósito un cuerpo muerto en medio de toda aquella esterilidad, aquella asepsia! El forense saltó de su cama con un impulso, y aún con el pijama y el batín se lanzó a las calles de madrugada, al volante de un utilitario, a rescatar el cuerpo de aquel desgraciado para otorgarle una última trascendencia, antes de que los hornos, al día siguiente, le condenaran a la extinción absoluta. Y no le costó nada introducirse discretamente en la cámara frigorífica y llevarlo en camilla por aquellos pasillos hasta el exterior, e introducirlo en su maletero y lanzarse con él al monte, donde podría enterrarlo y concederle así su última voluntad, aquel hombre a quien no había conocido en vida pero que se le había revelado con toda su sensibilidad tras una muerte bien reflexionada.
Cuando apisonaba con meticulosas pisadas el suelo sobre la mimética tumba que había cavado para él, en un claro flanqueado por robles y cipreses, el forense pensó que aquel hombre muerto valía para él, en aquel instante, más que todas las personas vivas de la Tierra. Con el pijama recogiendo el rocío del amanecer, se volvió a mirar la ciudad y pensó que todas aquellas personas no serían capaces de encontrar en sus propias vidas la eternidad y la paz que proporcionaba una muerte entregada a las flores.
Con el nuevo sol, nadie echó en falta un cadáver.

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