La casa se alzaba sobre la
playa, en la cima de un terraplén con una base natural de rocas. En
uno de sus costados se erguía una torre de campanario de planta
cuadrada que, si bien estaba en desuso como tal, servía para
albergar la biblioteca. En su parte más alta, donde antaño se
encontrara una enorme campana de bronce, no había nada salvo un
espacio vacío que se abría hacia los lados y al que no era seguro
subir, por peligro a caerse y a causa también del mal estado de
conservación. Allí anidaban normalmente las gaviotas, dos o tres
familias de ellas, con varios polluelos, y en pleno julio, mientras
el sol aplastaba con su pesado calor los matojos de la finca que se
abría en torno a la casa, y más allá de la playa, -tierra adentro,
hasta donde se encontraban las ruinas y donde se cultivaban las
hectáreas de viñedos y avellanos-, las gaviotas acostumbraban a
llenar el aire de estridentes graznidos, desde muy temprano por la
mañana, hasta la misma puesta de sol, mientras trazaban círculos en
torno la casa y la torre, y sobre la playa, arrojándose al
mar.
Félix jugaba siempre a costa de aquella presencia de las
gaviotas, jugaba a que las cazaba; como en una extraña selva o en
una alta montaña poblada de aves gigantes; y otras veces jugaba a
que las gaviotas eran terribles criaturas extrañas, como dragones
que había de abatir, y entonces la casa se convertía en un castillo asolado por aquellos pájaros tornados en gigantescos
reptiles alados, y Félix se escenificaba como caballero de alguna
gesta antigua y olvidada en aquel paraje inventado, pero que las
gaviotas ayudaban a convertir en un lugar real con su presencia y sus
constantes y terribles graznidos, a los que, al cabo de un tiempo,
uno acababa por acostumbrarse y terminaba echando de menos cuando se
ausentaban durante prolongados períodos de tiempo.
Y muchas
veces, aquella última primavera antes de que Padre se marchara para
siempre, le había visto a él, a Padre, parado en la playa, fumando
y con los pies hundidos en el agua, donde rompen las olas, con las
perneras del pantalón arremangadas hasta las rodillas, dejando que
el mar y el sol bañaran sus blancas pantorrillas, y que una pequeña
capa de sal se formase allí donde el mar y su piel entraban en
contacto. Y le rodeaba la sombra de las gaviotas, en la hora del
crepúsculo, cuando se reunían en la playa completamente libre de
presencia humana (a excepción de Padre). Y a Félix le gustaba
imitarle, a Padre, y pararse allí a mirar el mar. Y entonces compartían un rato así, mientras el
sol se escondía hacia el otro lado del mundo, que veían en la
distancia; y en ocasiones veían también a los pequeños veleros
bailando entre sí, mientras sus velas infladas por el viento
irradiaban los rayos anaranjados del crepúsculo, coronados de luz,
en medio del mar racheado, con esas ondulaciones que se ven a veces
en la superficie del mar cuando sopla el viento, pero sin llegarlo a
remover con violencia ni a formar marejada; y en otros puntos se
veían pequeñas manchas de calma, con la superficie llana como una
sopa en el plato, y esos eran los remansos donde no soplaba viento,
hasta que llegaba entonces la racha, -pues el viento soplaba desde el
sur, desde el horizonte, y se metía en tierra removiendo el pelo de
Padre y de Félix-, y en ocasiones un barco se acercaba a donde ellos
estaban, siguiendo las corrientes de viento; y aunque Félix no podía
saberlo, porque no había navegado nunca, Padre sí que era
consciente de la naturalidad con la que el patrón, sosteniendo la
caña del timón con una mano y el cabo de la escota mayor en la
otra, se enfrentaba a los cambio de rumbo, y movía la vela y el
cuerpo del barco somo si fuese una extensión más de su cuerpo, y se
metía en las corrientes y las usaba en su favor con la misma
normalidad con la que una persona sortea los muebles y las esquinas
en un recinto que conoce a la perfección, o con la misma naturalidad
con la que uno guía a su cuerpo por entre los pliegues y mangas de
una camisa de siempre al vestirse por la mañana. Y cuando el velero
se acercaba lo suficiente podían ver a los dos tripulantes, que
ignoraban cuanto sucedía a su alrededor pues para ellos solo existía
aquel mar y aquel viento, y no se acercaban lo suficiente a la costa
como para percatarse de quienes les observaban; pero Padre y Félix
podían ver el sombrero de mimbre del patrón y el
sombrero Panamá del tripulante que llevaba el foque, y podían distinguir
incluso sus rostros.
Y entonces Padre le contaba a Félix historias sobre aquel
mar, porque el mar era muy antiguo, y Félix, que siendo un niño no
conocía aún las implicaciones totales de lo “antiguo”
preguntaba si aquel mar era tan viejo como Padre, y más viejo que el
padre de Padre, el Abuelo, que ya no estaba en ningún lugar de aquel
mundo, según le habían explicado, pero que era el responsable de
que tuviesen aquella casa y aquella tierra junto al mar, donde se
plantaban viñedos y avellanos, y donde unas ruinas, de gente “más
antigua que yo y que el abuelo”, se alzaban desde lo profundo del
suelo, adivinándose columnas y mosaicos, y haciendo florecer de
piezas de cerámicas rotas y vetustas monedas el terreno de labranza.
Y una vez que habían estado parados junto al mar, viendo el
crepúsculo y los veleros bailando entre sí, Félix le preguntó a
Padre qué eran aquellas ruinas, y Padre le contó que no eran otra
cosa que los restos de lugares en los que había vivido otra gente
mucho antes; que eran los restos de casas, de calles, de una ciudad
enterrada bajo el suelo mucho tiempo atrás, y que en otro tiempo
había dominado el promontorio sobre la playa; en una época muy
anterior al Abuelo, y más anterior aún a la casa y al campanario. Y
Padre le contó también cosas sobre la gente que había vivido allí
en otro tiempo, y de cómo habían venido montados en grandes barcos
de madera, cubiertos con grandes velámenes, e impulsados a su vez
con remos, desde una ciudad que se alzaba al otro lado del mar, no
muy lejos de allí, y de cómo las ciudades se fueron edificando allá
por donde pasaban mientras iban conquistando la Tierra entera a su
paso -o al menos la Tierra que ellos conocían, porque aún no tenían
forma de saber que existían muchos otros lugares, como las colonias,
a donde Padre tenía que ir poco tiempo después, a librar su propia
guerra- y de cómo el barco era mucho más grande que los veleros que
en las estaciones cálidas se dejaban ver por la playa, bailando
entre sí y persiguiendo las corrientes, tripulados por hombres con
sombreros de paja y fieltro blanco que se iban poco antes de que
empezara el otoño. Padre le explicó que era de antes incluso de que
naciera Cristo, que colgaba de una cruz en el muro de la cocina y
también en el dormitorio que Padre compartiera con Madre antes de
que esta también se marchara para siempre el mismo día que Félix
nació, como decía Padre, -pero que nunca debía sentirse culpable
por aquello, le decía también, aunque no sería hasta muchos años
más tarde que entendería todo lo que aquello involucraba, y a su
propia existencia en el mundo-. Y le contó que fue, probablemente,
en aquella misma playa donde por primera vez desembarcaron hombres
grandes, de penachos en sus cascos, y cotas de malla y
sandalias remachadas con clavos, y decía que habría sido un
espectáculo digno de verse, “cuando en el mundo aún había tiempo
para héroes y cuando incluso en la guerra había algo de poesía”,
pero Félix no sabía bien lo que Padre podría haber querido decir
con aquello, porque para Félix la poesía era una cosa que se
escribía en los libros, y Félix aún no sabia leer. Y para Félix,
que no tenía verdadero conocimiento de lo que era el tiempo, aquello
bien podría haber pasado hacía tan solo dos tardes, dos semanas,
dos vidas... no dos mil años. Pero esa era una visión que convertía aquellas
historias y a aquellos hombres en cosas más reales, más cercanas,
porque era aquella misma visión, aquella perspectiva bajo la torre de la casa de la playa, o a la altura de las rodillas de su padre, frente al mar, que también convertía en dragones
a las gaviotas.