14 de diciembre de 2012

"Tú no eres un héroe."



“Dame un héroe y escribiré una tragedia.”
F. S. Fitzgerald.


Las estrellas eran muchas, y se veían muy bien en aquel descampado, desde el coche que había llevado a sus dos ocupantes lejos de la cegadora luz de la ciudad.

-No sé lo que me pasa. –decía él. -Nunca me había sentido así.
-Estás nervioso, eso es todo.
-No son nervios. Creo que es miedo.

Ella le oía, pero en realidad pensaba en las estrellas, y lo que escuchaba era el canto de los sinsontes y a los grillos en los matorrales en torno al vehículo.

-Están tan solas. –dijo ella, señalando las estrellas con la mirada.
-Y qué hay de mi. –preguntó él.
-Tú no estás solo. Tú me tienes a mí.
-Y la guerra. También tengo la guerra. Ahora solo tendré la guerra.

Guardaron silencio, y entonces ella pudo volver a escuchar la noche. Ahora que habían terminado y la conversación daba lugar a repentinos y largos silencios, podían pararse a oír los pájaros en la noche. Era un agudo quejido, como el intempestivo cri-cri de los grillos que se cortejaban en las noches sudorosas.

-¿Qué harás cuando muera?
-No digas esas cosas.
-Lo digo en serio. ¿Crees que si muero en la guerra y no vuelvo contigo, entonces podrás volver a mirar el cielo como lo miras hoy?
-Por favor, cállate.
-Me convertiré en una constelación de estrellas. Como un héroe griego. Caído en la batalla.
-Tú no eres un héroe. –y en aquel momento no, pero un tiempo después se arrepentiría de haber dicho aquello, como se arrepiente uno siempre de acciones pasadas, y te avergüenza como no lo hace en ese mismo momento y cuando las consecuencias ya han pasado, o son inevitables, o no se puede hacer nada para remediar lo dicho, o lo hecho. Decirle que no era un héroe era como decirle "te necesito aquí conmigo, de vuelta". Le habría gustado decirle eso, pero no pudo, no en aquel momento. Ni nunca.

Se arrepentiría de haberle dicho “Tú no eres un héroe” cuando el cuerpo de él fueran ya solo huesos, enterrados bajo una cruz de blanco impoluto, en la costa de Normandía. 


7 de diciembre de 2012

La señora de Francis Duchamp.



El teléfono sonó cuatro veces con insistenciaCuando era ella quien llamaba, lo sabía al instante, antes de descolgar. Pasaba algo con aquel terrible aparato. Tal vez emitía una nota característica. Tal vez había algo en el tono, o en el intervalo entre timbre y timbre. Era un presentimiento.
Descolgó.

-¿Massie?
-¡Howard!- exclamó su mujer al otro lado de la línea -¿Cómo sabías que era yo?
-Te tengo dicho que no me llames en horas de oficina, cariño.
-Lo sé, lo siento. Pero es urgente. Es sobre Rick.
-¿Qué ha pasado?
-Me han llamado hace un rato del colegio. Dicen que se ha peleado. No me han dado detalles de lo que pasó, pero por lo visto atacó a un niño llamado Don Brody.
-Don Brody es un abusón.
-Oh, Howard. A ti él siempre te cuenta esas cosas... a mí no. Por eso creo que deberías encargarte tú de esto. Yo...
-De acuerdo, cariño. Me encargaré. ¿Pero podemos hablar luego? Estoy trabajando.
-Claro. Te llamaré más tarde.
-No, no me llames. Hablaremos cuando vuelva a casa.
-Pero...
Colgó

Entonces se abrió la puerta del despacho. Y por ella entró la joven. Una figura que se presentó bajando levemente la rubia cabeza, tocada por un pequeño sombrero de cloché.
-Buenos días. -saludó él, mientras la invitaba a sentarse, con un gesto, en una silla frente a su escritorio.
-Buenos días. –respondió la joven. –Vengo para firmar los papeles concernientes al seguro de vida de mi marido. Me han comunicado que hasta que no resuelva eso, no podré cobrar mi pensión por viudedad.
-¿Viudedad? ¿usted?
-Si... –dijo ella mientras estiraba nerviosamente de los bordes de su falda negra. No podía tener más de veinticinco años.
-Bien, claro. Disculpe. ¿Me dice su nombre?
-Clarisse Duchamp. Mi marido era el señor Duchamp.
-Entiendo.

Él se levantó y se dirigió al archivador para buscar la ficha. Francis Duchamp. La encontró, la cogió y volvió a su sitio. Una vez sentado, examinó los papeles mientras reinaba el silencio.
-Si, aquí está. Tan solo tiene que firmar estos formularios... al pie. Todo está arreglado. Lamento su pérdida. -Por una evidente razón de profesionalidad, su involucración para con el cliente no podía ir más allá de un formal pésame.
Le alcanzó una pluma y la observó mientras firmaba. Percibió su aroma, se le oprimió el pecho.
El teléfono volvió a sonar. De nuevo, ella.
Excusándose ante la joven, descolgó para acallar el escandaloso timbre.
-Massie...
-Por Dios, Howard, deja de hacer eso. ¿Cómo lo haces? Me asusta.
-Te he dicho que no me llames. Estoy reunido ahora.
-Pero es que antes no me dejaste acabar. Lo que quería decirte es que esta tarde tendrás que ir al colegio, antes de pasar por casa. Quieren hablar contigo allí.
-¿Y eso por qué?
-Howard. Es tu hijo, y ya te he dicho que deberías encargarte tú... al fin y al cabo son cosas de hombres. Por Dios, ha atacado a otro niño.
-Deja de usar esa expresión.
-¿Qué expresión?
-La de atacar. No estás hablando de un animal salvaje. Es Rick.
-Es una conducta intolerable.
-Está bien. Iré. Pero estás dándole demasiada importancia.
Volvió a colgar.

La joven había terminado de firmar los formularios. Observó su triste rostro. Se fijó en sus ojos, en el mechón de pelo que se descolgaba sobre su frente, y en su fino labio superior.

“Menudo cabrón el tal Francis Duchamp.” Pensó entonces “Casado con semejante mujer, y va el tipo y se muere. Mira, es... ¿qué es lo que es? Es hermosa. Tal vez, pero hay algo más. Es su tristeza que la hace más... natural, más sensible, y más deseable. Y no solo hay tristeza. Esos labios están hechos para sonreir y besar, y la luz en sus ojos cuentan que es grande y fuerte. Y parece que puedes hacerla volar, pero es imposible, porque tiene sus propias alas. Y va el tal Duchamp y se muere. Pero tal vez así debería ser siempre en realidad, si la vida fuese justa. Pero no lo es, y uno tiene que hacer frente a un día tras otro, cuando una mujer así sólo te atrapa una vez en la vida. Una noche, en la que olvidas el amor a la vida y el miedo a la muerte, porque solo puedes amarla a ella y lo único que temes es separarte de ella. Y su aroma se agarra a tu cerebro como una niebla y te pasas la vida entera llorando por dentro, porque sabes que no volverás a tener algo así, que solo hay una y no está contigo. Por eso el tal Duchamp ha sido un cabrón muy listo... porque todos deberíamos morir tras una primera y única noche de amor. Morir antes de que llegasen los días en la oficina, antes de que se fuese oscureciendo el universo de suaves palabras y de besos, y acabasen sustituidos por el horrible timbre del teléfono, y por la aburrida premonición de que ella te llamaba para contarte que tu hijo se había peleado con un chaval llamado Don Brody, un abusón. Si, morir antes no sería algo terrible. Lo aceptaríamos, y estaría bien.”

-Clarisse es un nombre muy bonito. –dijo de pronto, sin saber cómo.
Ella guardó un silencio embarazoso. Él esperó algo. Pero no habría nada más.

-Perdone, señora Duchamp. Eso será todo.
-Está bien. Gracias. –la joven se levantó y salió del despacho.

Y cuando la jornada terminó para él y volvió a casa, todo era normal. Todo era como siempre.
Salvo que la joven señora de Francis Duchamp flotaba por todas partes. Y se acordó de ella no solo aquella noche. Sino también la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente...
Entonces supo que nunca antes se había enamorado. Y no había nada que hacer.